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18-6-06
El regreso
Heme
aquí, en una cafetería desangelada, despersonalizada, con un camarero y
un parroquiano lanzándome miradas furtivas cuyos ojos dicen bien a las
claras: ¡qué estúpido eres, tío!, a la vez que pienso: ¡qué estúpido
soy! Todo empezó con una rama en la carretera y la poca visibilidad
de la atardecida (alguna disculpa hay que poner); el coche pasó por
encima pero el amortiguador de la rueda delantera dejó la salud en el
empeño. Regresaba a casa después de pasar la semana trabajando
fuera... y mi gozo en un pozo por una puñetera rama que más parecía
tronco de árbol. Renqueando llegué hasta la villa mas próxima en donde
hice parada y fonda. (Conducir me relaja pero he comprobado que ir a 35
km/h durante más de 45 minutos me desquicia; a eso hay que añadirle el
temor a terminar el viaje en un vehículo con tres ruedas; incluso me
adelantó una bicicleta robada de un museo sobre la guerra civil
manejada por un paisano tan antiguo como su montura; vi como se
encorvaba un poco sobre el manillar para hacer más fuerza en los
pedales mientras una ligera sonrisa se dibujaba entre las arrugas de su
rostro; seguro que era la primera vez que tal par de antiguallas
rebasaban un automóvil en marcha, ¡mal rayo los parta! Tenía que
esperar hasta el día siguiente para arreglar los desperfectos por lo
que tomé habitación en un hostal, cené en el restaurante del mismo y
pasé a la cafetería; mi intención era tomarme un café tranquilamente y
sumergirme en la lectura de Milenio II que llevaba en el apéndice de
lona que me ha salido desde hace unos años. En esas tareas estaba
cuando se abrió la puerta de paso entre el hostal y la cafetería y
entró Ella. Descripción somera: 30 años, pelo teñido de fuego, piel
clara, rostro redondo (no podría calificarse como bello pero tampoco lo
contrario sin caer en la mentira), cuerpo con todo en abundancia pero
nada en exceso... vestía pantalones vaqueros que rellenaba por completo
y una camiseta que según fueran los movimientos de la portadora, igual
marcaban las formas que las disimulaba. Se sentó en una mesa cercana a
la mía (no podía ser de otra manera dadas las reducidas dimensiones del
local) y tras pedir un café al camarero abrió el bolso y extrajo un
libro, Milenio I (pastas azules el mío, pastas rojas el suyo); al
momento me miró sonriente mostrándome el libro, yo también sonreí (así
contado parece una tontería, pero no iba a ser la última ni la más
grave). Al terminar el café se levantó y vino a mi mesa.
............................................................................................................................................. He tenido que salir, ya no soportaba por más tiempo las miradas de ¿asombro, conmiseración, desprecio? De esos dos. Escribo mientras espero que los maragatos salgan a dar las horas, si es que salen de noche, como los gatos. Quería
hablar de Milenio, naturalmente; parecía tan entusiasmada con el libro
que no pude confesarle que era la única inversión en Vázquez Montalbán
de la que me había arrepentido. No me importaba cuál fuera el tema de
conversación mientras siguiera inclinándose hacia mí, para hacerse oír
mejor, y así atisbar el pearcing del ombligo a través del escote; llegó
a obsesionarme, ese pearcing; deseaba sentir la suavidad de la piel y
la dureza del metal en mis labios. Transcurrió el tiempo, los temas se
sucedían unos tras otros, vertiginosos, esquemáticos... estábamos
contentos de habernos conocido. Todo parecía indicar que la mañana nos
despertaría en la misma cama. “¿Te apetece subir a mi habitación a pasarlo bien?” En
los breves segundos que tardé en contestarle intenté averiguar por qué
no me gustaba la frase; llegué a la conclusión de que era demasiado
explícita, demasiado “rápida”, por el contrario, yo soy pausado y
ritualista. La contestación la tenía en mente aún antes de que hubiera
pronunciado la última palabra, se la había escuchado al protagonista de
una película, cuyo título no recuerdo, ante una proposición similar. “Quiero a mi mujer” Mientras la miraba marchar pedí mil veces perdón, quinientas por ella y quinientas por mí.
............................................................................................................................................. En la habitación del hostal conecté el portátil con la esperanza de encontrarme con M. en el espacio, pero no tuve suerte. Correo para M. Amo
tu cuerpo vivo, lleno de historia. Amo las ataduras que nos hacen
esclavos el uno del otro, hijos, deseos compartidos... Amo tu rostro de
ojos sonrientes, tantas veces besado. Amo tus pechos cansados, abatidos
por tantas caricias. Amo tu vientre ajado; lo he amado hasta el dolor
cuando la piel, de tan tirante, parecía llegar al límite de su
resistencia y daba la impresión de que la simple mirada podría
rasgarla. Amo tus piernas; sí, también tus piernas que caminan a la par
de las mías compartiendo sendas empinadas llenas de guijarros, provocan
traspiés y cansancio, y aquellas otras cuyo recorrido es un paseo sin
esfuerzo. Amo... creo que ha quedado claro ¡no? Hasta mañana que es hoy.
PD. ¿Cómo te verías con un pearcing en el ombligo? Piénsatelo.
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Publicado por Javincho el 2 de Noviembre, 2006, 19:39
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