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Este día sí llegué al paseo, y a mucho más, antes de que se apagaran las luces. El año pasado, por estas fechas, llegabas a esta altura y te morías de miedo y ahora parece un bosque de farolas. Huelga decir que lo prefería antes; ya sabéis que soy un poco montaraz.
No acabo de digerir demasiado bien todo este ajardinamiento del entorno de la Torre. Me gustaba pensar que quedaba un sitio medianamente salvaje, con tojos, galactites, bromos, aquileas, correhuelas, cuernecillos, armerias, fumarias, malvas, silenes, las preciosas margaritas amarillas presuntamente endémicas de la zona... Vamos, que me sentía yo como una romana de hace dos mil años cuando llegaba a los campos torreiros. Ahora ya no se sabe ni qué hay. Vaya, sí, metrosideros, tamarindos y uñas de gato, y claro, no me queda más remedio que sentirme australiana, como poco. Bueno, tampoco está mal. Los australianos son una gente muy singular. Eso dicen. Yo sólo conozco a uno y es bastante singular, sí, pero por lo buenísimo que está.
Y no quiero ni pensar lo que pasaría si nos declarasen la Torre monumento de la humanidad. Nos lo alicatan todo hasta el techo y ya no puedo ir con mis botitas de andarina, que seguro que no me dejan pasar los municipales porque quedo fea en el entorno. Voy a llorar.
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