He estado escaneando algunas fotos que hice con esa antigualla de cámara analógica (que no se estropeó en 25 años, mientras la digital ya lleva un mes en la UVI). Y me encontré muchas historias. Aquí os presento una de ellas. Hace unos años conocí a Adriana, una inmigrante rumana de 20 años que tenía tras de sí una historia tan excesiva que no sirve para contarla en una novela, por inverosímil. Y sin embargo es verdad. Recién huída dos veces (huyó de un horror y cayó en otro peor, y volvió a huir -en ambos casos literalmente-) el azar nos presentó. Y ella me adoptó. Durante un tiempo fui su madre española... más o menos. Ahora vuela sola y vuela bastante bien. Un día de diciembre me contó que no conocía el mar. Ese fin de año mis hijos y yo nos íbamos a pasarlo a Valencia. Una oportunidad estupenda... ya véis para qué. Recogió conchas, metió arena en una bolsa de plástico (ante nuestros ojos atónitos pero discretos) y se compró dos postales. Una se la mandó a su madre desde allí mismo.
Unos días después pasé por su casa.

Este es el altarcito que se había hecho y que tenía un puesto de honor entre peluches rescatados de la basura.
|