Dejar
en plena libertad a los capitales financieros y dejar que los mercados
sean los únicos reguladores de las relaciones económicas sólo lleva,
como estamos comprobando, a la inestabilidad permanente, a la escasez
de recursos financieros para crear empleo y riqueza y a las crisis
recurrentes.
Se ha demostrado también que la falta de vigilancia
e incluso la complicidad de las autoridades con los poderosos que
controlan el dinero y las finanzas, esto es, la falta de una auténtica
democracia, sólo produce desorden, y que concederles continuamente
privilegios, lejos de favorecer a las economías, las lleva al desastre.
Dejar
que los bancos se dediquen con absoluta libertad a incrementar
artificialmente la deuda con tal de ganar más dinero es lo que ha
provocado esta última crisis.
Pero también es una evidencia que
las políticas neoliberales basadas en reducir los salarios y la
presencia del Estado, el gasto social y los impuestos progresivos para
favorecer a las rentas del capital, han provocado una desigualdad
creciente. Y que la inmensa acumulación de beneficios de unos pocos, en
lugar de producir el efecto "derrame" que pregonan los liberales, ha
alimentado la especulación inmobiliaria y financiera que ha convertido
a la economía mundial en un auténtico e irracional casino.
Y es
evidente que esos desencadenantes de la crisis no tienen que ver
solamente con los mecanismos económicos, sino con la política
controlada cada vez más por los mercados, por el poder al servicio de
los privilegiados y por el predominio de la avaricia y el afán de lucro
como el único impulso ético que quieren imponer al resto del mundo los
grandes propietarios y los financieros multimillonarios.
Por eso la crisis económica que vivimos es sobre todo una crisis política y cultural y ecosistémica.
Las
prácticas financieras neoliberales que la han provocado se justificaron
con el predominio de unos valores culturales marcados por la soledad,
el individualismo egoísta, la degradación mercantil de los conceptos de
felicidad y de éxito, el consumo irresponsable, la pérdida del sentido
humano de la compasión y el descrédito de las ilusiones y las
responsabilidades colectivas.
Los debates surgidos en torno a
esta crisis demuestran que en las democracias occidentales se ha
establecido un enfrentamiento peligroso entre los poderes económicos y
la ilusión política. Los partidarios del mercado como único regulador
de la Historia piensan que el Estado debe limitarse a dejar que los
individuos actúen sin trabas, olvidando que entre ellos hay una gran
desigualdad de capacidades, de medios y de oportunidades. Por eso le
niegan capacidad pública para ordenar la economía en espacios
transparentes, y para promover los equilibrios fiscales y la
solidaridad social. Y por eso desacreditan el ejercicio de la política.
Pero
la política no debe confundirse con la corrupción, el sectarismo y la
humillación cómplice ante los poderes económicos. La política
representa en la tradición democrática el protagonismo de los
ciudadanos a la hora de organizar su convivencia y su futuro. Palabras
como diálogo, compromiso, conciencia, entrega, legalidad, bien y
público, están mucho más cerca de la verdadera política que otras
palabras por desgracia comunes en nuestra vida cotidiana: corrupción,
paraíso fiscal, dinero negro, beneficio, soborno, opacidad y escándalo.
Como esta crisis es política y cultural, debemos salir de esta
crisis reivindicando la importancia de la política, la educación y la
cultura. No podemos confundir la sensatez y la verdad científica con
diagnósticos interesados en perpetuar el modelo neoliberal y sus
recetas financieras.
Ahora resulta prioritario buscar una respuesta progresista a la crisis.
Para
evitar nuevas crisis en el futuro hay que luchar en primer lugar contra
todas las manifestaciones de la desigualdad. Y para ello es necesario
garantizar el trabajo decente que proporcione a mujeres y hombres
salarios dignos y suficientes, y el respeto a sus derechos laborales
como fundamento de un crecimiento económico sostenible.
Así
mismo, es imprescindible que se lleven a cabo reformas fiscales que
garanticen la equidad, la solidaridad fiscal, sin paraísos ni
privilegios para millonarios, y la mayor contribución de los que más
tienen, para que el Estado pueda aumentar sus prestaciones sociales y
ejercer como un potente impulsor de la actividad económica.
Frente
a los daños ecológicos de la ambición especulativa, una respuesta
progresista supone revisar los marcos jurídicos para que sea posible
una mayor protección de nuestro ecosistema y establecer suficientes
incentivos para promocionar la producción y el consumo sostenibles.
Frente
a un modelo productivo basado en la especulación financiera e
inmobiliaria y en la consideración de que nuestros recursos son
ilimitados, una respuesta progresista supone invertir más en educación,
investigación y cualificación laboral.
Frente al desprestigio de
la política, una respuesta progresista supone devolverle la autoridad a
los espacios públicos y a los representantes de los ciudadanos para que
regulen en nombre del interés común las estrategias del mercado.
Frente
a la misoginia y la discriminación de género, una respuesta progresista
supone consolidar las políticas de igualdad, defender el derecho a la
reproducción y medidas específicas para evitar que las mujeres se vean
relegadas al paro o a la economía sumergida y a soportar muchas más
horas de trabajo no retribuido que los hombres, sufriendo así en mucha
mayor medida que éstos los efectos de la crisis.
Frente al
racismo y a la xenofobia, una respuesta progresista supone defender los
derechos de los trabajadores extranjeros y asegurar el respeto jurídico
a la dignidad las personas.
Frente a la soledad social, la
pobreza y el egoísmo, una respuesta progresista supone apostar por los
valores culturales de la solidaridad, que no son ideales utópicos
trasnochados, sino la mejor muestra de la dignidad cívica de los
sentimientos humanos. |