Es lo que tienen los pueblos pequeños, todos saben de todos. Nos cruzamos con gente con la que nunca hemos intercambiado una palabra, pero, de la que sabemos episodios de su vida, a través de otros a los que apenas conocemos. Todos somos extraños cotidianos.
Saturno era uno de estos habituales desconocidos. Una persona casi anónima para mí. De él conocía su afición a las cartas de sobremesa, en el bar de Samu, tras comer en casa de su hija... y algún que otro episodio baladí. Últimamente, al finalizar la tarde, se le veía vagar por las calles, arrastrando el cansancio de los pies, buscando con mirada lenta la memoria de su hogar entre la maraña de hogares, el estupor del olvido reflejado en el rostro arrugado. El pardo reflejo de la memoria perdida en recónditas esquinas de cajas escondidas.
No tuve conciencia de su desaparición hasta que el director de La Residencia me llamó para resolver un problema que tenía con un paciente. Esta residencia se encuentra a las afueras del pueblo, en la ladera de un monte adyacente. Una carretera, recién construida pero estrecha, llega a ella y en ella acaba. El paciente, que no era otro que Saturno, aprovecha cada salida para caminar hasta el pueblo y subir en el primer autobús que tenga a bien detenerse, no importa el destino. Era un problema demasiado grave y costoso, y disponer de un interno que lo vigilara a todas horas, no paliaría los costes y supondría dos brazos menos para el cuidado del resto de los residentes.

La solución era sencilla. Instalando en la carretera una marquesina, delante de la entrada de la residencia, simulando una parada de autobús, en buena lógica Saturno la usaría como posible vía de escape. Esperábamos, de este modo, que algún día llegara a rendirse en la inútil espera.
Un par de llamadas bastaron para encontrar lo que buscaba. Instalé, pues, una vieja marquesina, en aceptable estado, a pocos metros de la entrada, pero teniendo especial cuidado para que quedara a la vista de la ventana del director.
El día que fui a cobrar el trabajo Saturno estaba esperando el autobús; sentado, el bastón entre las piernas abiertas, con las dos manos sobre el apoyadas. Paré el coche y bajé la ventanilla para observarlo mejor. Posó en mí los ojillos acuosos, de mirada perdida. Y entonces me habló.
- ¿Usted cree que nosotros decidimos siempre?
No supe qué contestar. Tampoco es una pregunta que se pueda solventar con un sí o un no. Me apetecía responder con un encogimiento de hombros y luego continuar el camino, pero no me pareció el gesto correcto, ni la persona que tenía delante se lo merecía; después de todo, yo estaba ayudando a ponerle los grilletes.
Antes que pudiera decidirme, continuó hablando.
- Algunos olvidan que somos dueños de nuestras vidas.
Miraba más allá de mí, más allá de los castaños al otro lado de la carretera.
Arranqué el coche y di media vuelta. Tenía que encontrar un autobús, como fuera.